domingo, 15 de abril de 2007

La lluvia lava la cara de los muertos. A.


Indeterminadas las horas se vuelven escrupulosas. El humo flagelante obliga a entornar los ojos a los débiles de la mirada enrarecida, aquellos títeres descerebrados errando cuales deshechos humanos en mitad de una noche violentamente hermosa. Se cruza el hedor a la piel gelatinosa y el color, si ya cetrino, amenaza con disolverse por completo hasta dejar ver el profundo vacío de la carencia extrema. Carros de besos perdidos atraviesan las calles hediondas, arrastrados por seres sin rostro que manejan las corduras de quienes antes andaban solos y no temían seguir derrochando su fértil desparpajo inusitado.

Despreciada entonces, la cantinela de la historia del cuento regresa desde la hendidura del despotismo al que ha sido afrentada, para distinguirse serena, curtida.

“La lluvia lava la cara de los muertos”… “Me tendría que casar con él”… Las palabras parecen decir más cuando se mencionan de noche antes de dormir, y, sobre todo, cuando son otros quienes las dicen. Ellos lo saben y yo, les quiero.

No hay comentarios: